Un día estaba conversando con un matrimonio mayor, estudiando la reforma que iban a acometer sobre la casa que poseían en un rincón extraordinario de la costa.
Él decía que no quería dotarla de un sistema de vivienda inteligente, porque era caro y no le encontraba la utilidad.
– “Pues si no lo haces, la vivienda será tonta. ¿A quién le gusta vivir en una casa tonta?”, -le dije-.
– “Mi mujer sólo sabe usar los interruptores de siempre”, -me contestó, como argumento demoledor-.
No quise opinar en aquel momento, más que nada porque la señora estaba allí presente y ni se inmutó. Al tiempo que infravaloramos la capacidad de la gente mayor de adaptarse a las nuevas tecnologías, no nos interesamos por lo que les ayudan en el día a día y las seguimos viendo como un gasto.
Recientemente supe que la señora cayó al suelo y estuvo toda la noche allí, hasta que llegó la asistenta a la mañana siguiente. Su marido había muerto y ella vivía sola. La piscina tenía el agua verde, las luces del jardín llevaban meses encendidas y la artrosis le impedía bajar las persianas al irse a dormir.
Finalmente sus hijos, que viven en el extranjero, la han ingresado en una residencia para que esté asistida, porque la casa es demasiado grande y tonta para cuidar de ella.